
Por: Farid Barquet Climent.
Hace una semana falleció Jaime ‘La Chelona’ Rodríguez, exfutbolista nacido en la capital de El Salvador en 1959, que jugó en la Liga mexicana para los clubes León y Atlas. La noticia de su muerte me transportó a la selección salvadoreña que él integró, la más recordada: la que participó en el mundial España 82.
Hace cuarenta y tres años La Selecta —como le llaman los salvadoreños a su equipo nacional— asistía por segunda ocasión a una fase final de Copa del Mundo luego de haber alcanzado esa instancia en México 70, certamen en el que no pudo anotar siquiera un gol. Pero doce años después, la victoria sobre la selección mexicana que valió el boleto para la justa española generó altas expectativas en la afición cuscatleca. Una buena base de jugadores auguraba resultados cuando menos decorosos en el mundial. ‘La Chelona’ jugaba en la Primera División de Alemania Federal con el Bayer Uerdingen, mientras que en la Liga local brillaba el que habría de convertirse en el mejor futbolista salvadoreño de todos los tiempos, un crack elogiado por Cruyff y Maradona: Jorge ‘Mágico’ González, entonces estrella del Club Deportivo FAS, siglas que abrevian la gremial denominación de la institución: Futbolistas Asociados Santanecos.
Pero por encima del prometedor elenco de futbolistas nacionales lo que más abonaba al optimismo acerca de un desempeño plausible del conjunto Azul y Blanco en el mundial era la necesidad de todo un pueblo de asirse a una ilusión deportiva que ayudara a paliar la zozobra. Porque la violencia azotaba de manera creciente al país desde octubre de 1979, cuando un golpe militar derrocó a un gobierno militar, mientras que en marzo de 1980 había sido asesinado en plena misa Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, acontecimientos que escribieron los primeros capítulos de una guerra civil que no terminaría sino hasta principios de 1992 gracias a los Acuerdos de Paz que se firmaron en el Castillo de Chapultepec de la Ciudad de México.

Desde el primer compromiso de la selección salvadoreña en el mundial de España quedaría evidenciado que los pronósticos no tendrían correspondencia con la realidad. No es exagerado afirmar que el traspié futbolístico tuvo por una de sus causas la guerra intestina, de la que los futbolistas no podían sustraerse a sabiendas de que sus familias estaban padeciéndola. Cabe recordar que apenas medio año antes, en diciembre de 1981, habitantes de la aldea El Mozote fueron acribillados por un batallón militar que, según el periodista Mark Danner, fue adiestrado por el ejército estadounidense, tal como lo sostiene el reportero neoyorquino en su libro Masacre.
Pero además de la guerra —que de acuerdo con la periodista mexicana María Cortina “en 1982 era ya la realidad más cruenta y palpable para la mayoría de los salvadoreños”— en la pobre actuación mundialista también incidió la felonía de los directivos de la Federación Salvadoreña de Fútbol (FESFUT), quienes se robaron los balones que la FIFA entregó a la delegación centroamericana para que sus jugadores se acostumbraran al peso y la textura del Tango España, el modelo de la marca Adidas con el que habrían de jugarse los partidos, el último de cuero natural antes de la aparición del material sintético. De acuerdo con el portal Tribunero.com, La Chelona declaró años después que el día previo al debut mundialista él y sus compañeros tuvieron que apelar a la deportividad de sus rivales para practicar. “Las (pelotas) que nos habían dado a nosotros alguien se las había hueveado”, o sea, hurtado en salvadoreño según el Diccionario de la lengua española. El zaguero central que jugara también para clubes de Japón y Finlandia recordó: “Tuvimos que ir a pedirles prestadas a ellos (los adversarios) para poder entrenar”. En el documental Uno: La historia de un gol —producido y dirigido por Gerardo Muyshondt y Carlos Moreno— La Chelona lo reitera: “Habían desaparecido las cajas (con balones) que nos dieron”.

El mundial de España aumentó el número de selecciones participantes. De dieciséis que acudieron a Argentina 78, el cupo subió a veinticuatro. El sorteo que se efectuó en el Palacio de Congresos de Madrid para clasificar en seis grupos a los representativos calificados arrojó que los salvadoreños jugarían su primer partido en la ciudad de Elche, provincia de Alicante, en la comunidad de Valencia. El estadio de la localidad se había inaugurado casi seis años atrás, en septiembre de 1976, con un partido amistoso entre el equipo de casa, Elche Club de Fútbol, y la selección de México, que terminó en empate a tres goles. El inmueble entonces se llamaba Nuevo Estadio de Elche. Es el mismo que cambió su denominación en 1988, cuando se decidió ponerle el nombre que lleva actualmente, el de quien ideó y consiguió su edificación, el presidente histórico de esa entidad deportiva: Manuel Martínez Valero, militante de las Juventudes Socialistas Unificadas, soldado alistado en el ejército republicano durante la guerra civil y postrero empresario zapatero que empezó como obrero en esa industria y que en los años de la transición se afilió al partido político Unión de Centro Democrático (UCD), el del primer presidente de la democracia, Adolfo Suárez.

A la cancha del hoy Martínez Valero —la más amplia del futbol español al abarcar un área de ciento ocho por setenta metros, tal como lo afirma Antonio Javier Pamies, colaborador del holding radiofónico Cadena SER y responsable de llevar la estadística del club franjiverde, que hoy es propiedad del argentino Christian Bragarnik, un representante de futbolistas conocido en México por haber tenido entre sus clientes a Diego Armando Maradona a su paso por Dorados de Sinaloa así como al actual entrenador campeón de nuestro futbol, Antonio Mohamed— saltaron once salvadoreños con las siglas ES estampadas sobre sus camisetas para enfrentar a Hungría, un rival que para entonces ya no era la potencia futbolística que había sido tres décadas atrás, cuando fue capaz de meterle seis goles a Inglaterra en Wembley. Nada hacía presagiar que el encuentro iba a tener, como tuvo, una trama y un desenlace marcados por desempeños de sus protagonistas la mar de asimétricos.
La debacle salvadoreña ocurrida aquel 15 de junio de 1982 sólo se puede expresar con los versos de Miguel Hernández, el poeta represaliado por la dictadura franquista que murió preso en Alicante en 1942 y que hoy da nombre tanto al aeropuerto de esa provincia como a una universidad que ahí se ubica: la Universidad Miguel Hernández de Elche. Invoco al autor de Nanas de la cebolla porque lo que recibió la escuadra mesoamericana en su estreno fue “un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible”, palabras que extraigo de su poema Elegía. No habían transcurrido ni cinco minutos de juego cuando un testarazo de Tibor Nyilasi puso en ventaja a los magiares. A partir de ese instante los de Europa Central no hicieron más que llenar de cuero a sus oponentes. En total fueron diez los goles que le hicieron al representante de Concacaf. La historia de los mundiales no registra mayor goleada que aquella en tierra ilicitana. Como si estuviera atestiguando esa hecatombe y le hablara al conjunto vencido, Miguel Hernández escribe en el poema aludido: “un empujón brutal te ha derribado”.

Pero hay un dato en el que reparan los ya mencionados cineastas Muyshondt y Moreno y que termina por darle a su documental la idea que lo articula y le da nombre: que a pesar de la magnitud de la goliza sus compatriotas del 82 no se fueron en blanco aquella tarde levantina. Un nativo del departamento de San Miguel, Luis Baltazar Ramírez Zapata, consiguió anotar el gol más importante de los dieciséis que marcó para la selección entre 1971 y 1989. Es el más importante no sólo para él, sino para todo su país, porque es el único gol salvadoreño en Copas del Mundo. Lo consiguió cuando a El Salvador lo lastraba una guerra que habría de arrebatarle la vida a cerca de setenta y cinco mil connacionales.
No obstante que los húngaros ya les habían hecho los primeros cinco de la decena que habrían de encajar, La Chelona recuerda en el documental que el gol de Zapata “lo celebramos como si hubiéramos metido el gol del empate”. Gracias a YouTube veo repetidamente ese festejo y me digo: se vale esa alegría. Quizá se me acuse de romantizar un descalabro futbolístico, de encomiar una derrota aplastante. Pero el rasero de la victoria como medida de lo que es válido atesorar en el deporte admite excepciones. Se vale esa alegría porque para eso es el futbol, para ser felices.

Zapata, camiseta ‘14’ de aquel plantel, puede presumir que comparte con Gareth Bale, Hugo Sánchez, Francesco Totti y Ruud Van Nilstelrooy la misma cuota goleadora en mundiales. Pero hay alguien empecinado en que deje de tener la exclusividad en el renglón de anotadores mundialistas salvadoreños. El entrenador colombiano Hernán ‘Bolillo’ Gómez tiene a La Selecta con vida en el camino rumbo a Norteamerica 2026. Asistente técnico de Francisco ‘Pacho’ Maturana en Italia 90 y Estados Unidos 94, estuvo al frente de la Selección Colombia en Francia 98. Responsable de haber llevado por primera vez a una Copa del Mundo a las selecciones de Ecuador en 2002 y de Panamá en 2018, Gómez quiere conseguir ese logro por tercera vez. El día 4 de este mes se impuso como visitante a la selección de Guatemala que dirige el mexicano Luis Fernando Tena, pero después sufrió un duro revés al caer en casa ante Surinam hace apenas trece días. Le resta enfrentarse a Panamá, que viene de empatar con los chapines del ‘Flaco’, el director técnico que llevó a México a ganar la medalla de oro olímpica en Londres 2012.
Que el Salvador llegue por tercera vez a un mundial y que algún salvadoreño se haga presente nuevamente en el marcador de un encuentro mundialista lucen más probables que nunca en los últimos cuarenta años. Lástima que La Chelona ya no lo verá.
