Don Politik
En Nepal, un bloqueo de redes sociales bastó para que decenas de miles de jóvenes tomaran las calles, derribaran a un primer ministro y forzaran un reacomodo del poder. En Chile, el alza de 30 pesos en el metro detonó un proceso constituyente. En Hong Kong, una ley bastó para que una generación entera resistiera a un régimen. En México, en cambio, ninguna chispa ha logrado incendiar la pradera generacional.
¿Por qué?
La respuesta es incómoda: en México sí existe una Generación Z politizada, furiosa y consciente; lo que no existe es un “nosotros” generacional capaz de romper el tablero. La protesta juvenil mexicana ocurre todos los días… pero ocurre por pedazos. No tiene una forma común, ni un símbolo común, ni un enemigo común. Tiene causas, pero no tiene proyecto.
La juventud mexicana protesta sin convertirse en movimiento
Las marchas feministas son multitudinarias. El país entero escucha el grito contra los feminicidios, la violencia y el hartazgo. Pero es un movimiento feminista, no generacional.
Las colectivas de buscadoras, muchas de ellas jóvenes, enfrentan al Estado que ignora a los desaparecidos, pero es un movimiento de víctimas, no generacional.
Los jóvenes climáticos, los activistas LGBT, los universitarios en paro, los colectivos por vivienda, los ciclistas, los animalistas… todos tienen causas legítimas, urgentes, necesarias.
Pero la energía está distribuida, no concentrada.
México vive un fenómeno inusual: una generación hiperactiva en causas específicas, pero incapaz de construir una identidad política compartida. Lo opuesto a Nepal, donde los agravios confluyeron en un punto de quiebre: una generación harta, una decisión absurda del gobierno y un aparato político incapaz de disimular su decadencia.
Aquí, en cambio, los agravios no son excepcionales; son cotidianos. México no tuvo un “momento Nepal”. Tuvo mil momentos… cada semana.
Y cuando la indignación es permanente, deja de ser extraordinaria.
Un Estado experto en desactivar protestas sin resolverlas
El sistema político mexicano —federal, estatal y municipal— domina un arte perverso: administrar la protesta. La tolera, la acompaña, la aplaude, la coopta o la ignora.
Nunca la deja convertirse en una crisis de Estado.
Los gobiernos dialogan sin comprometerse, escuchan sin transformar, prometen sin cumplir.
Y la protesta se diluye porque el poder en México no tiene un solo rostro, sino mil.
En Nepal, la inconformidad tenía dirección: el primer ministro.
En México, ¿quién es responsable por la inseguridad, los feminicidios o las desapariciones?
El gobierno federal dice que son los estados.
Los estados, que los municipios.
Los municipios, que las fiscalías.
Las fiscalías, que el sistema.
El sistema, que “la sociedad”.
Sin un adversario claro, no hay rebelión posible.
El miedo real: no al Estado, sino a la calle
En Chile, el enemigo era la policía.
En Hong Kong, el Partido Comunista.
En Nepal, el gobierno censor.
En México, el enemigo puede ser:
- la policía,
- un grupo criminal,
- un desconocido armado,
- un funcionario corrupto,
- un tránsito armado,
- o un civil que disparó porque “algo sospechó”.
La calle mexicana no está bajo control de un solo actor.
Y una generación que podría desafiar al poder prefiere sobrevivir antes que insurgir.
La política del algoritmo: una revolución que se queda en pantalla
La Gen Z mexicana es brillante comunicando.
Es veloz para construir narrativas, memes, críticas.
Pero su ecosistema digital está colonizado.
Tiktokers políticos, influencers de agenda, comentaristas “independientes” con contratos ocultos, campañas encubiertas, dinero público disfrazado de tendencia.
La protesta digital se convierte en entretenimiento.
La indignación se monetiza.
Y la rabia se vuelve contenido.
La consecuencia es devastadora: la política juvenil mexicana se vuelve una batalla de clips, no de proyectos.
Mientras en Nepal los jóvenes usaron redes para organizarse, en México las redes son un mercado donde las causas se mezclan con la publicidad.
¿Puede México tener un “momento Nepal”?
La respuesta honesta es sí.
Pero necesita algo que aún no tiene: un detonante nacional que simbólicamente unifique a toda una generación, un hecho lo suficientemente absurdo, arbitrario o doloroso que logre lo que hasta ahora no ha ocurrido:
construir un nosotros.
Ese “nosotros” no se ha formado porque la Gen Z mexicana vive en modo supervivencia, no en modo revolución. Porque en México la crisis es tan profunda que se normalizó.
Porque los agravios son tantos que ninguno detona una ruptura.
Porque las causas compiten entre sí por atención y recursos.
Porque el Estado divide, coopta y desgasta.
Porque la violencia inhibe la calle.
Porque la indignación se convirtió en engagement.
El futuro está por escribirse
México no es un país inmune a las rebeliones juveniles.
Es un país saturado de injusticias, desigualdades y contradicciones.
El día que la indignación encuentre un símbolo —uno sólo— todo puede cambiar.
La pregunta no es si la Generación Z mexicana está lista.
Está más que lista.
La verdadera pregunta es si México está preparado para la fuerza política de una generación que, cuando finalmente se una, no pedirá permiso.
Y cuando ese día llegue, nada en el sistema político mexicano volverá a ser igual.